Hola a todos.
Hoy vamos a reeditar una entrada que procede de nuestro blog hermano Costa da Morte. Nuestro querido amigo Patricio O’Neill nos ha traído un lienzo (metafóricamente hablando, claro) que impresiona y aturde. Sin duda una reconocida obra maestra universal de la pintura del periodo artístico conocido como el Romanticismo francés.
PINACOTECA ATLANTIS (II): La balsa de la Medusa. De Jean-Louis A. Théodoret Géricaut (1791-1824).
La mar océana, como diría Antón Chéjov (escritor ruso, 1860-1904), “no tiene ni sentido ni piedad”. Esto lo saben muy bien todos marinos. Porque no existe ningún veterano hombre de mar que en alguna de sus travesías no se haya visto empujado por el temor, la desesperación o el sentido desamparo, a rogar a su Dios o a encomendarse a sus Santos o, más comúnmente, a su Virgen del Carmen. Cuando el mar se agita y dice, “aquí estoy yo”, y empieza a bailar a su ritmo y capricho, cuando empieza a peinar sus interminables bucles en alturas de metros y metros, cuando sus rizos y espumas se pierden en el horizonte visual, todas los buques de este mundo se transforman de inmediato en un diminuto e indefenso corcho a la deriva, naves insignificante y desvalidas, derrotadas y frágiles; y a sus curtidas tripulaciones de hombres rudos y experimentados en pequeñas figuras atemorizadas y suplicantes. Y el que os diga otra cosa, o es un falso marino del carajo o un patético fanfarrón insufrible. Pues bien, la historia de la pintura ha recogido varias de esas terribles tormentas del mar. Simplemente porque esta incomprensible y desmedida furia de la naturaleza ha sido uno de esos temas recurrentes que ha inspirado a grandes artistas de todas las épocas. Pero, la verdad, ninguna lo ha hecho con tanto dramatismo y crudeza como la que comentamos hoy. Espero que vosotros opinéis de igual manera que este viejo irlandés después de leer nuestro comentario. Ahí va, y ojalá os guste.
La balsa de La Medusa (Le Radeau de la Méduse).
De Jean Louis André Théodore Géricaut (1194-1824).
Técnica: Óleo sobre lienzo. Año 1818-1819.
Dimensiones: 491 x 716 cm.
Localización: Museo del Louvre – País.
Presentada por primera al público en el Salón de París del año 1819. Pintura icono del Romanticismo Francés.
Jean-Louis André Théodore Géricaut es una de las figuras más destacadas del movimiento Romántico de la pintura francesa. Nuestro artista murió muy joven, con treinta y dos años, y en sus últimos años sufrió una dolorosa enfermedad (que se supone fue cáncer en los huesos) que le impidió trabajar con grandes lienzos, con lo que también se dedicó en esta tardía época a trabajos, mucho más livianos, con litografías. Sus influencias más notorias son Rubens (1577-1640) y, tras su viaje a Italia, Miguel Angel Buonarroti (1475-1564). Desde los inicios de su carrera, Théodore Géricault, se descolgó de la por entonces predominante escuela Neoclásica de Jaques-Louis David (1748-1825). Nuestro pintor abandona muy pronto la perfección escultórica de la figura Neoclásica y los temas grandiosos y pomposos para centrarse en otros más sociales de la vida cotidiana o en sus queridos caballos (les gustaban sobremanera y pintaba sus figuras siempre que podía).
Su primer gran cuadro famoso en un óleo de 1812, Oficial de cazadores a la carga. Pero, tan sólo dos años más tarde, realizará otro cuadro castrense que obtendría poco éxito y peor crítica, será el fallido Coracero herido saliendo de la batalla (1814). Es ahora, al poco tiempo de este fracaso artístico, cuando realizará su viaje a Italia, visitando las ciudades de Florencia y Roma (entre los años 1816-17), y allí conocerá a todos los clásicos del Renacimiento y, muy particularmente, al mencionado Miguel Ángel y a otro genio de la luz en la pintura, a Caravaggio (1571-1610). A su regreso de Italia, y con tan solo veintisiete años, nuestro pintor de hoy afrontará un reto personal y profesional de enorme responsabilidad y que terminará absorbiéndole totalmente, el que sería su trabajo más importante y, a la postre, el más famoso y conocido. Se trataba de una desgarradora denuncia social (o así lo entendieron muchos de sus contemporáneos) por un desgraciado naufragio militar acaecido hacía un par de años: el cuadro que hoy comentamos, La balsa de la Medusa.
Como decimos, en este trabajo nuestro artista se involucró de manera total y entregada. Para ello realizó un número elevado de bocetos previos muy acabados, visitó morgues y hospitales para estudiar la textura y tinte de los agonizantes y de los cadáveres, se entrevistó con dos de los supervivientes del naufragio e incluso llegó a construir una balsa a escala idéntica a la del naufragio. Cuando el cuadro fue expuesto al público, en el Salón de Arte de Paris en el año 1819, obtuvo (como se suele decir en los toros) división de opiniones. Para unos era una denuncia muy estridente e inaceptable, de mal gusto y dramatismo exagerado. Para los otros, una escena real, muy conseguida, con un dramatismo apropiado y que servía perfectamente para acentuar esa denuncia pretendida sobre los privilegios y prebendas restablecidos por la monarquía francesa, recientemente restaurada en la figura del rey Luis XVIII. Pero bueno, para entender un poco mejor este cuadro, expliquemos antes los hechos históricos.
Napoleón Bonaparte (1769-1821) perdió la batalla de Waterloo en 1815, y allí se acabó su imperio francés y sus brillantes campañas militares. El emperador depuesto fue confinado a la alejada, y muy aislada, isla de Santa Elena en el Atlántico sur y la monarquía borbónica fue restaurada en Francia por las potencias aliadas europeas. Pero con esta restauración también volvieron buena parte de los vicios regios de aquellas cortes absolutistas. Y a uno de esto lamentables vicios de estado hicieron los franceses el responsable directo de este lamentable naufragio: al más descarado y vergonzoso nepotismo. Fue la designación, por favores políticos o cortesanos, de la figura del vizconde Hugues Duray de Chaumereys, noble que no había prácticamente navegado nada en sus últimos veinte años, como capitán y responsable máximo de la nueva expedición marinera a la colonia africana de Senegal. Una equivocación de estado que le iba a costar a Francia muchas lamentables pérdidas económicas, vidas humanas y un enorme desprestigio nacional e internacional.
Todo comenzó un mes de junio de 1816 con la partida desde el puerto atlántico de Rochefort de una expedición diplomática hacia el puerto Saint-Louis de Senegal. Expedición de la armada francesa estaba compuesta por cuatro buques: como nave capitana, la fragata Medusa, al mando del ya mencionado, el inepto vizconde de Chaumereys, el buque bodega Loire, el bergantín Argus (el rescatador final) y la corbeta Écho. En algún momento del viaje la fragata Medusa, posiblemente por el deseo de realizar un buen tiempo de travesía o por el honor de ser la primera nave en llegar a puerto, desplegó todos sus trapos y se adelantó al resto de buques de la expedición. Pero, por una mala navegación, se desvió unas 100 mn (185 Km) de su curso, con tan “mala fortuna” que el día 2 de julio el buque encalló en un banco de arena en la bahía de Arguin, frente a las costas de la actual Mauritania. Los intentos de recuperar la nave fallaron y el 5 de julio se decidió la evacuación del navío hacia la seguridad de la costa que estaba a unas 60 mn (110 km). En el buque militar viajan un total de 400 personas, incluidos unos 160 marinos de la tripulación. Pero el navío sólo contaba con seis barcas de salvamento para un total de 250 personas. La tripulación acordó construir una balsa con maderos del buque encallado que, una vez terminada, media unos 20 x 7 metros, y se le dotó de un improvisado mástil y un pequeño paño de vela. En esta balsa se embarcaron un total de 146 varones y una mujer (no sabemos esta rara excepción a qué se debió. Pudiera ser por exigencias de un inconsciente o confiado marino enamorado y protector. Tal vez. Por imaginar…).
El propósito inicial era que la balsa sería remolcada por las barcas de salvamento, en las que viajaba el capitán y la mayor parte del pasaje, hasta las relativamente cercanas costas de Mauritania. A la balsa se le dotó por todo alimento con una caja de galletas (que se terminó el primer día), dos barriles de agua dulce (uno de ellos terminó perdiéndose por la borda en medio de alguna de las riñas y peleas acaecidas) y algunas personales barricas de vino. Pero de inmediato se comprobó que una balsa de estas proporciones, sobrecargada y semihundida, era imposible de remolcar a remo más de 60 millas náuticas entre golpes de olas y sin poner en grave peligro a las propias barcas de salvamento, también sobrecargadas. Conclusión, se dio la orden de cortar las amarras de arrastre y la balsa quedó a la deriva y dejada a su suerte. Aquí, un 5 de julio de 1816, comenzó una epopeya horrible y extremadamente dramáticas de trece días interminables, atroz aventura como pocas ha vivido la especie humana en toda su historia.
Como hemos mencionado ya, el primer día se terminó la poca comida con la que se contaba en la balsa. Se tenía que establecer un orden de racionamiento del agua y de guardias para no perder de forma prematura la esperanza de la salvación. Pero casi de inmediato salieron a relucir todos los peores males y defectos de los seres humanos, los egoísmos más inhumanos que se derivan de la natural lucha por la supervivencia. Se formaron grupos enfrentados y recelosos unos de otros. Salieron a flote las viejas rencillas y los inevitables rencores. Conforme transcurrían los días, la humedad de los golpes de las olas, el frío nocturno, el hambre, la sed y el sol abrasador empeoraban las cosas. Las miradas eran de odio y avisaban de muerte, las peleas a cuchillo se hicieron presentes por un “quítame allá unas pajas”. Los grupos dormían por turnos para prevenirse de los contrarios. Y, conforme iban cayendo tripulantes, se les arrojaban por al borda, lo que hacía continuamente presente y manifiesto el patético destino de los débiles, hasta el extremo de que algunos de ellos, en su abandono y locura final, se arrojaban voluntariamente al agua para abandonar aquel insoportable infierno (la chica y su enamorado, queremos imaginar, sería de los primeros en desaparecer. La cruel realidad de aquella inmisericorde lucha de supervivencia, lógica y lamentablemente, no admitía ni entendía de romanticismos). Durante casi dos semanas estos hombres pasaron por las inhumanas pruebas de terribles fríos (empapados y casi desnudos), hambres intolerables, sol abrasador y deshidratación, odios, falta de compasión, locura y, finalmente, canibalismo. A los trece días fueron avistados por el bergantín Argus. Pero no como consecuencia de ninguna operación de rescate ni nada parecido (en aquello tiempos las noticias no corrían como en nuestros días), sino como fruto de una manifiesta casualidad o, si se prefiere, de una providencia divina, por fin compasiva. De los 147 pasajeros de la balsa, el Argus recató con vida a ¡15 personas! En la balsa habían algunos cadáveres más y el resto de ocupantes habían muerto y arrojados al mar o desaparecido sin más en las oscuridades tenebrosas de este periplo de horror y muerte. Realmente, cuando se soltaron las amarras de arrastre que unían a la balsa con los botes de salvamentos, estos desgraciados hombre habían sido abandonados en el temporal a su suerte que era, sin ninguna duda, una condena a muerte agónica, lenta y cierta.
En esta impresionantes y sobrecogedora obra maestra del romanticismo francés, Théodore Géricaut, nos enseña los momentos finales y más dramáticos de la balsa, cuando es avistado el Argus por los supervivientes. La composición se centra en dos figuras piramidales y un punto diminuto y alejado pero muy importante para la lectura del cuadro: el bergantín Argus en el horizonte de la tormenta. Esta composición nos muestra un desorden intencionado, intentando destacar, en nuestra modesta opinión, esa manifiesta desunión que formaban los varios grupos de supervivientes enfrentados. Así, centramos la vista en las figuras del primer triángulo, el hombre maduro rodeado de cadáveres y el mástil y la vela henchida, para ir leyendo el cuadro, como una lectura, de izquierda a derecha. La segunda pirámide la forma los hombres que encaran al bergantín salvador e intentan hacer señales de avistamiento. Y luego están todos los pequeños detalles que nos muestran ese horror, derrota y desesperanza que se incuba en la balsa: hombres heridos y enfermos, figuras muertas semidesnudas y colgantes de la balsa en posturas forzadas, ropas destrozadas o ya inexistentes, tablones sueltos de una balsa que se deshace, armas ensangrentadas por la tarima, el último tonel de agua dulce y, sobre todo, los rostros implorantes, el terror de la muerte, la agonía de intentar ser vistos por esta última esperanza que es ese diminuto e insignificante puntito del horizonte. Porque, tengámoslo en cuenta, el viento que sopla y que hincha la solitaria vela, es un viento de muerte, que arrastra a la balsa en la dirección contraria a la de su salvación.
Aunque los humanos queramos comúnmente aprehender para nuestra egoísta tranquilidad los misterios de la vida, y sobre todo de la muerte, por medio del consuelo que proporciona el barniz espiritual y las distintas creencias, la pura verdad es que estos misterios se nos suelen presentar en la mayoría de las ocasiones de forma clara y directa, y siempre incomprensibles. La muerte, la flaca, la parca, las Valkirias, las Nereidas, o como se prefiera llamarla, suele llegar en ocasiones de forma inmediata y fulminante, y entonces se muestra algo compasiva, poco dolorosa, inmisericorde y directa; en otras ocasiones, avisa, y ahora es igualmente irreversible pero despiadada, consume poco a poco, prolonga inevitablemente el dolor, y es siempre dramática, agónica y compartida. Ni que decir tiene que esta última forma de morir es la menos deseada por ser la más cruel y manifiesta. Pero estos importantísimos asuntos humanos de vida y muerte (palabras mayores), nunca se eligen. Nos vienen impuestos por las circunstancias o por los hados, el Destino o, si se prefiere, la Providencia. Y estos náufragos de la Medusa tampoco pudieron elegir. Su drama les vino impuesto por el momento y las circunstancias, y a ellos sólo les quedó interpretar sus papeles. Fueron marinos abandonados a su suerte por un capricho del Destino, a una lenta, inevitable y grotesca agonía. Habiendo visto morir o desaparecer a amigos y compañeros, siendo los últimos supervivientes de una atroz e infernal prueba, en extremo inhumana, y ahora, sus últimas esperanzas de salvación, estaban en la condición de ser visto por ese minúsculo puntito flotante en el horizonte. Y todo esto se nos muestra de manera soberbia, insuperable y magistral, en una única escena cargada de toda esa concentración de sentimientos de supervivencias experimentados. Este cuadro es un milagro de sinceridad y expresión artística pero, sobre todo, es el recuerdo imperecedero de un mayúsculo drama humano.
Sí, este cuadro era una manifiesta denuncia de unos hechos históricos que nunca debieron de producirse y que sólo fueron posibles por la imperfección de las sociedades humanas y por la estupidez de esas incorregibles e intemporales clases sociales privilegiadas que tanto se protegen y amparan, como vemos aquí, hasta los absurdos más inaceptables e irracionales. Así, mientras el cobarde e incompetente vizconde de Chaumereys y todo el noble pasaje diplomático de a bordo pronto se pusieron a salvo en los botes disponible que los llevaron a la seguridad de la costa de Mauritania, son los de siempre, los humildes, los disciplinados marinos, los seleccionados y condenados al inevitable calvario, al sufrimiento, a la muerte y, en la mayoría de las ocasiones, al olvido. Por lo menos nos queda el parco consuelo de que este grandioso y sobrecogedor cuadro nos los recordará para siempre en todo su patético sufrimiento y dolor. Y, permaneciendo en nuestra memoria colectiva, esperemos, nos permita a todos ser capaces de sacar siempre las conclusiones necesarias, acertadas y oportunas para que situaciones tan tristes como éstas no se repitan en las Armadas ni en el mar nunca jamás. Ciertamente, como decimos, este cuadro tiene un enorme valor artístico pero, sobre todo, muestra mucho mayor valor humano y, sin duda, también posee un gran valor como documento aleccionador y enriquecedor. Levantemos nuestras copas amigos del Pecio Alegre y brindemos todos juntos: ¡Por la pintura romántica francesa, por Théodore Géricaut y por los poderosos dioses de los mares de Atlantis!
“Por muy larga que sea la tormenta, el Sol siempre vuelve a brillar entre las nubes”. Khalil Gibran (1883-1931). Novelista y poeta libanés.