Hola a todos.
Hoy, con nuestra entrega de tarjetas postales, rendiremos un sincero homenaje a la madre de todas civilizaciones.
LA TARJETA POSTAL: LA AGRICULTURA.
“Honrar a los labradores, porque los que labran la tierra son el pueblo escogido de Dios”. Thomas Jefferson, Tercer Presidente de los Estado Unidos (1743-1826).

De sol a sol.
Que la agricultura, junto con la ganadería (de la que ya hablaremos en otra futura ocasión), es la simiente de todas las civilizaciones conocidas es algo manifiesto e incuestionable. En algún momento impreciso de la época Neolítica (Nueva Edad de Piedra Pulida – en oposición a la más antigua Edad de la Piedra Tallada-. Periodo que abarca, según zonas, entre el 10.000 y 4.000 a.c.), en la conocida como zona de la Creciente Media Luna Fértil, en Oriente Próximo, algún alma avispada y observadora (seguramente, tiene más sentido por la organización tribal de los grupos, una mujer) decidió reservar algo del grano recolectado para plantarlo en las misma tierras de recogida y, respetando los ciclos de las estaciones, observar el resultado en el ciclo anual. Así al año siguiente la familia o grupo tribal pudo recoger una mayor cosecha que les garantizaba, no sólo el sustento, sino también un excedente con el cual se podría intercambian, es decir, se podría comerciar. Ante este sencillo pero transcendental descubrimiento (los primeros vestigios arqueológicos situarían este hecho histórico en torno al 9.000-8.500 a.c.), los humanos se vieron libres de la incómoda movilidad a la que les obligaba la recolección estacional y la caza, y, como primera y primordial consecuencia, los grupos tribales que dominaron la agricultura de nómadas pasaron a sedentarios.

El regreso al hogar.
La vida sedentaria y el sustento más o menos garantizado de las cosechas tuvieron como consecuencia inmediata la disponibilidad de más tiempo libre por parte de los miembros del grupo tribal. Este mayor tiempo libre pronto se tradujo en el desarrollo de las actividades humanas: observar, pensar, experimentar o investigar. Actividades manuales y creativas individuales que llevaron a las “especializaciones de los trabajos”. Es decir, unos hombres se inclinaron, sus personales habilidades, para los trabajos sobre la madera y se hicieron carpinteros, otros alfareros, otros tejedores, más tarde, otros herreros o albañiles, otros muchos ocasionales guerreros (seguramente por su valor y fortaleza, personajes que pasaron a ser una incipiente y distinguida clase tribal que pronto fue adquiriendo más y más poder y, en cualquier caso, una fuerte posición social) y, claro, cómo no, otros varios extractos sociales vinieron a incrementar sobremanera el ya antiguo y elitista grupo de los brujos, hechiceros y hombres espirituales o sacerdotes. Pues, como se puede entender, las cosechas siempre eran “más o menos” seguras pero nunca del todo seguras. Los primeros agricultores (y los últimos de hoy día) miraban al cielo, no plácidamente tumbados y relajados en el prado con una ramita de hinojo en la boca. No. Su mirada era siempre temerosa y preocupada y muy pronto, a la fuerza, se convirtió en una mirada experta y conocedora. El conocimiento del clima local y las inclemencias atmosféricas a través del cielo era cercano, inmediato, cotidiano y esencial. Pero siempre existían otros muchos incidentes imprevistos y ocasionales sobre los que el campesino no tenía ninguna acción de antelación mitigadora o reacción posterior.

El Ángelus.
El temeroso agricultor se sentía totalmente indefenso ante las inclemencias del cielo castigador o de la devastación de las plagas imprevistas que podían, en unos minutos, arruinar todo el trabajo de un año y sumirlo en la ruina total, el hambre o en la atroz desesperanza, a él y a toda su familia o grupo (la responsabilidad individual del sufrido hombre del campo de siempre ha sido aplastante). Así los hombres espirituales o, siempre a través de ellos, los propios dioses tuvieron elevada importancia por su utilidad y gran trascendencia en las sociedades agrícolas. Es decir, en consecuencia, las castas de sacerdotes y hechiceros siempre tuvieron intimidatorio poder y enorme influencia social. No conozco ninguna otra profesión, como la de agricultor, a la que la historia no le haya reservado más espíritus, dioses y santos protectores, siempre acorde para poder contrarrestar sus múltiples peligros. Espíritus benefactores a los que hay que tener contentos y siempre satisfechos pero, igualmente, sin perderles nunca un enorme respeto y hasta un innegable temor. Y así ha sido la historia de los humanos, aquí, allí y allá, desde los albores de todas las civilizaciones y, aunque a la Razón le pese, me temo, así seguirá por mucho tiempo más sintiéndose las influencias espirituales, marcándoles con sus preceptos, recompensas y penitencias sus caminos a todas esas almas creyentes, sumisas, temerosas de Dios y estoicamente resignadas. En suma, la historia de toda civilización va desde aquella primera simiente, desde aquel primer grano de cereal, hasta la nave interestelar Enterprise, nave insignia de la Flota Estelar de la Federación Unida de Planetas de Star Trek (ay, disculpar a este duende, creo que me he adelantado un poco en el tiempo. Han prevalecido más mis deseos personales que la realidad inmediata).

Compañeros incansables.
El mundo que hoy conocemos, ese mundo más pequeño, homogéneo y cercano, esa globalización actual, se asemeja más que a otra cosa a un inmenso supermercado, donde campean a su gusto los estandartes de las naciones desarrolladas, las más avariciosas y egoístas; nacionalismos capitalistas que se apoyan en legión de maquiavélicos, entrenados y codiciosos estadistas y diplomáticos, instrumentos humanos de los más arrogantes y pragmáticos que imaginar podamos, los que suelen demostrar una ética más venal y una mayor inhumanidad. Pero esto no fue así hasta hace, como el que dice, cuatro días en la historia de la humanidad. Hasta el siglo XVIII el mundo era en general mucho más grande (que lo parecía, vamos), con todos sus problemas de nacionalismos y vecindad pero lleno de singularidades continentales, regionales y nacionales. Singularidades humanísticas que se veían algo más resguardadas y protegidas por las distancias y los océanos. Si queríamos buscarle algún carácter global al viejo mundo ese era, sin duda, la agricultura: las civilizaciones, viejas y jóvenes, era en su mayoría naciones agrícolas. En el siglo XIX, con la Revolución Industrial, las manufacturas y servicios demandaron una mayor cantidad de mano de obra y así, se podría decir, que se produce el primer gran éxodo rural en beneficio de la industrial y las ciudades. El segundo y definitivo éxodo campesino se producirá tras la Segunda Guerra Mundial y la mecanización generalizada de las tareas agrícolas; esto último terminará de cribar de forma determinante y decisiva la ya condenada y masiva mano de obra agrícola. Los sufrido y duros animales de carga y arrastre, los inseparables compañeros de fatigas, los incansables caballos percherones, bueyes, mulos o burros pasaron de forma progresiva y en pocos años al olvido y a realizar tareas festivas y minoritarias. Hoy día el campo suele ser cosa de familias que heredan las fincas, las maquinarias y los oficios, y que se apoyan en un reducido y eventual peonaje para las tareas de recolección y almacenaje. En fin que, aunque la agricultura haya perdido buena parte de su hegemónica importancia económica en algunos países desarrollados y hoy son otros y variados los resortes importantes de las economías mundiales, no ha dejado nunca de tener una gran importancia económica, apoyada en un fuerte y nuevo carácter empresarial y en una determinante y laboriosa clase social campesina.

Descanso merecido.
Por lo ya dicho, pienso que todos nosotros (tal vez más de un ochenta por ciento de la población urbana actual) sólo tenemos que volver la vista atrás en nuestro árbol genealógico para encontrarnos con antepasados campesinos. Sin ir más lejos, los dos abuelos de este duende, recalaron en la industria y el comercio desde un mundo agrícola que los expulsaba; ambos nacieron agricultores y ambos, con el tiempo, pasaron a sobrar, fueron obligados a mutar de vida y actividad debido a la fuerte mecanización de las tareas campesinas (ellos igual que otros muchos, claro). Pero incluso después de esta drástica transformación de sus existencias, siempre les quedo, en lo más profundo de su ser, un evidente e innegable espíritu campesino que les hacía sentir, querer y respetar el mundo agrícola como algo propio y, sobre todo, “a los sencillos y honestos hombres del campo”. Os diré que, recordando con cariño a mi abuelo materno, hombre sencillo y de pocas letras, con los pequeños ahorros de toda una vida se hizo con un pequeño terreno agrícola con derecho a riego desde canal o acequias: tan sólo unas 5 fanegas de tierra de riego (en Valencia, una fanegada= 831 m2. Luego serías unos 4.150 m2). Este pequeño huerto fue su particular ilusión, su universo, su trabajo diario, su alegría y orgullo, el sentido de la humana laboriosidad en su postrera jubilación, su vida. De él obtenía, respetando siempre los ciclos productivos y con técnicas agrícolas naturales, sabrosos tomates, habas tiernas, frescas lechugas o enormes cebollas; además de frutas varias como aceitunas, manzanas, melocotones, albaricoques, higos, membrillos o melones. También su verde huerto, y sus alrededores campestres, le ofrecían otros productos “silvestres” como linsones, romero, tomillo, manzanilla, hinojo, pebrella o… ¡caracoles! Que mi abuelo te regalará un kilo o dos de su cosecha, de los productos naturales y sabrosos de su huerta, era para él el mayor honor y la más alta muestra de agradecimiento o estima que te podía ofrecer. ¡Ay, si mi abuelo levantará la cabeza! Mejor que no, se llevaría un disgusto morrocotudo. No entendería la tremenda transformación que en algunas cosas hemos sufrido en la actualidad. Hoy día, el chico enamorado y galante fogoso le regala a su novia… ¡un fin de semana en un hotel de la costa! (lo que no deja de ser un autoregalo, ¿verdad? ¡Ay, qué cosas tiene mi novio!). O, otro ejemplo, el abuelo vería que hemos reducido, en la mayoría de las ocasiones, nuestras muestras de cariño, estima o gratitud a un simple mensaje de móvil acompañado de unos cuentos pequeños y coloridos emoticonos… ¡ya hemos cumplido, tú! No, seguro. Mi campechano abuelo no entendería esta homogeneidad tan trivial y liviana en que hoy se han convertido los gestos de cordialidad y agradecimiento. Él regalaba y compartía su sudor, su esfuerzo, el orgullo de un trabajo bien hecho, exigente y muy duro; regalaba, con sus hortalizas y frutas, un gesto noble y una entrega sincera y muy humana que se materializaba en un hermoso tomate o un aterciopelado y aromático melocotón, frutos todos a los que podía uno pasarse varios minutos mirándolos complacido y sintiendo sus aromas, ¡se agradecían sinceramente! Se me ocurre un ejemplo clarificador y gracioso para que os hagáis todos una idea acertada del asombro o perplejidad de mi abuelo en algunos asuntos de actualidad. Imaginar que Franco, Caudillo de España (por la poca gracia de Dios), levantará la cabeza en medio de un concierto de… ¡los Mojinos Escozidos! Vamos, que no aguantaba el concierto entero, seguro. De la tremenda impresión y susto que le causaría el provocador Sevilla y su histriónica banda, le daría un soponcio tal que de inmediato se volvería para el más allá más encantado que otra cosa (je, je, je. Pero qué películas se manta este amigo duende). En fin, que en lo relativo a gestos de cordialidad y agradecimiento, entre los de ayer y los de hoy, creo, no hay color.

Hacienda agrícola.
Pero lo que a mis abuelos más les molestaba era la manifiesta y siempre mal intencionada mofa que la arrogancia estúpida del hombre de ciudad les solía regalar en cuanto se les presentaba la ocasión (además, casi siempre, irrespetuosa, mal educada y muy desconsiderada). Como hemos dicho, el hombre del campo, suele ser un hombre sencillo (ojo, nunca “sencillo” en sentido peyorativo), y honesto. Casi siempre es un innegable trabajador que en toda época ha estado trabajando en el filo de la navaja, sujeto a las inclemencias del tiempo o a los caprichos de los dioses (los seguros agrícolas son cosas de anteayer). El agricultor, enfrentado a su parcela de labor, muchas veces se sentía como una diminuta hormiga en una enorme mesa de billar, y nunca tenía la seguridad de que su tremendo trabajo fuera a resultar en una productiva y enriquecedora cosecha, pues un pedrisco, una enfermedad, parásitos, un saqueo o cualquiera otra negativa circunstancia imprevista e inevitable podía ser la causa de su pobreza y de la de su familia, sin que su entregada labor hubiera supuesto otra cosa que tristeza y desesperanza. Tremenda tragedia familiar que sólo era superada si habías tenido la personal prudencia del ahorro preventivo. Y, un año más, había que empezar de nuevo, con renovada ilusión y nuevos bríos, mirando al cielo con temor y volviendo a encomendarse a santos, vírgenes y dioses, con la sentida esperanza de verse libres de un segundo año aciago que sería, con toda seguridad, del todo insuperable. Y así el ciclo de la fertilidad ha sido casi inmutable a lo largo de la historia de la humanidad. Como una noria de río que gira y gira sin detenerse, la agricultura ha repartido estacionalmente sus bondades o sus penurias, sus riquezas y sus miserias, y ha acompañado a los humanos y sus proles en su desarrollo y evolución; aunque siempre, eso sí, el hombre de campo ha tenido que bregar y acomodarse a sus tiempos y caprichos, a sus “gracias” y a su mieles, dando las gracias a la tierra en las buenas y resignándose en las malas. Así que es muy cierto que el “rudo agricultor” es posible (sólo posible, que también los hay muy al día, claro) que no esté a la última en tablets o en mensajería whatsapp, que no disponga del último modelo de Aifont, que no participe en Facebook o en Twitter, o en alguna de estas otras cosas tan imprescindibles e irrenunciables para los ciudadanos de hoy día, pero, por el contrario y para ser sincero, el hombre de campo hace gala en mayor medida de otra sabiduría algo más práctica, que en muchas ocasiones escasea entre el introvertido y atolondrado ciudadano de una gran urbe, y que le sirve para llevar con eficacia y acierto sus labores agrícolas: la prudencia, la previsión, la sensatez, la hermandad y la racionalidad, sin contar con la honradez, la honestidad o la laboriosidad que ya las doy por supuestas (siempre generalizando, claro, que “no todo el monte es orégano”). El obrero industrial o de servicios, el funcionario o el siervo doméstico, cuyas actividades y beneficio personal no están expuestos con tanta insistencia a los vaivenes del destino, tal vez no entiendan bien el sacrificio e inseguridad que el trabajo del campo supone y se sientan, equivocadamente, “algo” superiores a estos “rústicos del campo”. Pero esto no quiere decir, ni justifica, que no deba guardar un educado respeto y una considerada actitud ante el campesino. Si el agricultor, después de su considerable esfuerzo y sacrificada entrega, cuando acude a la ciudad a resolver asuntos varios, se encuentra con actitudes arrogantes y con términos despectivos del estilo de “cateto”, “paleto”, “palurdo”, “cazurro”, “gañan”, “pueblerino” y demás lindezas, es para darle un buen sopapo al tan “ilustrado y elegante señorito” por “engreído”, “engominado”, “capitalino”, “chupatintas” o “aristócrata de boli”, pues se lo tendrá muy merecido por necio, estúpido y vanidoso.

La esperanzas de un futuro mejor.
En fin, que si a mis dos abuelos les disgustaba mucho la arrogancia del “cagatintas capitalino” de turno, también es muy cierto que hubieran mostrado una sincera sonrisa de aprobación ante la escena de la solución final del sopapo justiciero y regulador propiciado por el ninguneado campesino. Yo, este duende, hoy quiero homenajear con una bonita selección de tarjetas postales a los esforzados y sufridos hombres del campo y a sus familias, a su encomiable labor y a esa sincera y hermosa comunión intemporal que se produce entre los humanos (y los duendes) y la tierra. Pues, si algo hay de verdadero en este mundo nuestro, es que la tierra nos facilita amablemente la vida, nos ayuda a ser mejores personas y, la paciente tierra, estoicamente nos aguarda y recoge en nuestro final de trayecto, ¡qué menos que ser agradecidos y respetuosos, señores! Con toda mi mejor intención y sincero afecto, espero que os gusten estas hermosas postales. Ojalá que estas bonitas estampas sirvan para afianzar de alguna manera vuestra personal autoestima campesina o para que aumente en algo la buena consideración profesional hacia los trabajadores del campo, o que, sencillamente y en cualquier caso, os hagan pasar un pequeño rato relajado, feliz y agradable, ¡os lo tenéis muy merecido, campesinos del mundo!
“Sin importar que tan urbana sea nuestra vida, nuestros cuerpos viven de la agricultura; nosotros venimos de la Tierra y retornaremos a ella, y es así que existimos en la agricultura tanto como existimos en nuestra propia carne«. Wendell Berry, escritor y granjero estadounidense (1934- ).
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Trasiego aprovechado.
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Trabajo y amistad.
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De aquí para allá.
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Vísperas de boda.
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Alegre cortijo.
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Familia y trabajo.
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Un día hermoso.
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Vendimia y estío.
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Tiempos modernos.
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Aceituneros altivos.
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Agricultura y filatelia.
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Campos de Alsacia.